14 de agosto de 2016

Las tenebrosas marchas

Con estupor presenciamos esta semana cómo las manifestaciones convocadas para “defender la familia” ante la “amenaza” de la cartilla que pretende prevenir la discriminación que sufren los niños con orientación sexual diferente, se convirtieron de manera inexplicable en las marchas del odio.


Pero claro, ahí estaban sus patrocinadores, los de siempre. Los del no, lo que se resisten a terminar la guerra, los que solo aceptan el exterminio de sus opositores, y hablan de desaparecer a Santos. Los que se oponen a la restitución de tierras, los que odian a los de izquierda que etiquetan como terroristas. Los que para solucionar cualquier problema solo tiene como estrategia las medidas represivas y el uso de la fuerza. Los que tiran piedra a los Uber, los que incitan a la violencia en los estadios, los del todo vale, los de la cultura traqueta. Los que se infiltran en las manifestaciones legítimas para hacernos creer que todos piensan como ellos, y convierten estos días de paz y reconciliación en días de odio.

Y desde luego los homofóbicos con su ignorancia rampante, con sus retorcidos pensamientos ante la diversidad de género, con su odio ante todo aquello que no pueden controlar y su irrespeto por aquel que piense y viva diferente. 

Y también estaban esos, los de la doble moral, los que van a misa todos los días, pero que son incapaces de perdonar y son enemigos de “esta paz” sin dar argumentos ni escuchar razones. Los curas que se hicieron los de la vista gorda ante sus compañeros pedófilos, pero ahora, contrariando al papa Francisco, en la caverna y con la inquisición revivida, censuran la diversidad sexual, en un mundo que lucha para que todos los seres humanos sin distingo de raza, religión u orientación sexual tengamos una vida digna. Los que gritan NO MAS FARC pero que ni se inmutaron ante los falsos positivos, las torturas con motosierras, las masacres de los paramilitares y nunca se preguntaron ni les importó si estos pagaron cárcel por sus crímenes o si tenían o no curules en el Congreso, pero ahora les resulta indignante lo pactado en la Habana, porque piden “paz sin impunidad”.

Y también estaban los que legítimamente ejercían su derecho a la protesta, los que genuinamente temen por sus hijos, por su educación, por el futuro de su familia, manipulados y desinformados, víctimas de los avivatos que no dejan escapar oportunidad para aterrorizarlos con sus mentiras, para que nada cambie.

Confirmamos en esas marchas la existencia de una sociedad en decadencia, que asusta por la violencia, por los valores trastocados, porque vimos odio hasta con sus hijos y supimos que son capaces de todo.



Y preguntamos ¿Esta es nuestra cultura? ¿Quién la forjó? ¿Nuestros líderes? ¿Los medios de comunicación? ¿No son ellos los formadores de opinión? Tantas preguntas sin respuestas, señalamientos por doquier y ningún mea culpa.

Como un rayo de luz, luego de las tenebrosas marchas, aparecieron muchas voces en contra de sus manifestaciones.  Y esos somos la otra Colombia. 

Los que no queremos odiar, los que queremos perdonar, los que queremos un país diferente, diverso, incluyente, con igualdad social. Los que añoramos desde siempre la libertad, igualdad y fraternidad para todos los colombianos, conquistada por los franceses desde 1789 para toda la humanidad. Los que creemos en la juventud, los que soñamos un país que aproveche las nuevas tecnologías para campo y ciudades, que aproveche lo mejor de la economía colaborativa, del internet, de las redes sociales, para lograr nuestro desarrollo económico y humano. 

Somos los que tenemos esperanza en el cambio, los que sabemos que lograr la paz con las FARC es el primer paso de un largo camino y aun así le apostamos a la esperanza.

Ojalá que ante el desconsuelo que dejan esas marchas, respondamos estos otros, diciéndole masivamente SI a la paz, no para apoyar al presidente de turno si no para decirle si al sueño de un país mejor para nuestros hijos y nietos, y manifestarle al mundo que los colombianos le decimos no al odio, a la intolerancia y a la exclusión.




Margarita Obregón