Con estupor
presenciamos esta semana cómo las manifestaciones convocadas para “defender la
familia” ante la “amenaza” de la cartilla que pretende prevenir la
discriminación que sufren los niños con orientación sexual diferente, se
convirtieron de manera inexplicable en las marchas del odio.
Pero claro,
ahí estaban sus patrocinadores, los de siempre. Los del no, lo que se resisten
a terminar la guerra, los que solo aceptan el exterminio de sus opositores, y hablan
de desaparecer a Santos. Los que se oponen a la restitución de tierras, los que odian a los de izquierda que etiquetan como terroristas. Los que para
solucionar cualquier problema solo tiene como estrategia las medidas represivas
y el uso de la fuerza. Los que tiran piedra a los Uber, los que incitan a la
violencia en los estadios, los del todo vale, los de la cultura traqueta. Los que se infiltran en las manifestaciones legítimas para hacernos creer que todos piensan como ellos, y convierten estos días de paz y reconciliación en días de odio.
Y
desde luego los homofóbicos con su ignorancia rampante, con sus retorcidos
pensamientos ante la diversidad de género, con su odio ante todo aquello que no
pueden controlar y su irrespeto por aquel que piense y viva diferente.
Y también estaban
esos, los de la doble moral, los que van a misa todos los días, pero que son
incapaces de perdonar y son enemigos de “esta paz” sin dar argumentos ni escuchar
razones. Los curas que se hicieron los de la vista gorda ante sus compañeros
pedófilos, pero ahora, contrariando al papa Francisco, en la caverna y con la
inquisición revivida, censuran la diversidad sexual, en un mundo que lucha para
que todos los seres humanos sin distingo de raza, religión u orientación sexual
tengamos una vida digna. Los que gritan NO MAS FARC pero que ni se inmutaron ante
los falsos positivos, las torturas con motosierras, las masacres de los
paramilitares y nunca se preguntaron ni les importó si estos pagaron cárcel por
sus crímenes o si tenían o no curules en el Congreso, pero ahora les resulta
indignante lo pactado en la Habana, porque piden “paz sin impunidad”.
Y también
estaban los que legítimamente ejercían su derecho a la protesta, los que genuinamente
temen por sus hijos, por su educación, por el futuro de su familia, manipulados
y desinformados, víctimas de los avivatos que no dejan escapar oportunidad para
aterrorizarlos con sus mentiras, para que nada cambie.
Confirmamos
en esas marchas la existencia de una sociedad en decadencia, que asusta por la
violencia, por los valores trastocados, porque vimos odio hasta con sus hijos y
supimos que son capaces de todo.
Y preguntamos
¿Esta es nuestra cultura? ¿Quién la forjó? ¿Nuestros líderes? ¿Los medios de
comunicación? ¿No son ellos los formadores de opinión? Tantas preguntas sin
respuestas, señalamientos por doquier y ningún mea culpa.
Como un
rayo de luz, luego de las tenebrosas marchas, aparecieron muchas voces en
contra de sus manifestaciones. Y esos somos
la otra Colombia.
Los que no queremos odiar, los que queremos perdonar, los que
queremos un país diferente, diverso, incluyente, con igualdad social. Los que
añoramos desde siempre la libertad, igualdad y fraternidad para todos los
colombianos, conquistada por los franceses desde 1789 para toda la humanidad. Los
que creemos en la juventud, los que soñamos un país que aproveche las nuevas
tecnologías para campo y ciudades, que aproveche lo mejor de la economía
colaborativa, del internet, de las redes sociales, para lograr nuestro
desarrollo económico y humano.
Somos los que tenemos esperanza en el cambio, los
que sabemos que lograr la paz con las FARC es el primer paso de un largo camino
y aun así le apostamos a la esperanza.
Ojalá que
ante el desconsuelo que dejan esas marchas, respondamos estos otros, diciéndole
masivamente SI a la paz, no para apoyar al presidente de turno si no para
decirle si al sueño de un país mejor para nuestros hijos y nietos, y
manifestarle al mundo que los colombianos le decimos no al odio, a la intolerancia
y a la exclusión.
Margarita Obregón