Por
Margarita Obregón
Ser viuda
no es fácil. Si tienes hijos, es durísimo porque te toca disimular delante de
ellos tu dolor para que sufran lo menos posible por la ausencia del padre. Si
fue un buen papá para que no sientan su ausencia, y si no fue tan bueno, debes
estar ahí para ellos porque les será muy difícil cerrar ese ciclo y poder
comprender muchas cosas que se quedaron enquistadas en sus corazones.
En mi
caso, sin hijos, sin un motivo aparente para seguir adelante, es devastador.
Por más que creamos que fue lo mejor que pudo pasar para evitar sufrimiento y
deterioro en nuestra pareja, y racionalmente lo podamos entender,
emocionalmente, es muy complejo.
En todo lo
que he leído sobre duelos algunas hablan de que se viven 3 duelos en esta
circunstancia y doy fe de que así es:
El de
la ausencia física.
Ese ser que tú amas, que es parte de tu paisaje diario, que abrazas, que le das
el beso de los buenos días, aquel cuyo pecho es tu refugio para llorar tus
penas o tus alegrías o tus angustias, ya no está, y es definitivo. Nunca más lo
volverás a ver, ni a tocar, ni a sentir, ni para consolarte ni para que lo
consueles, ni para escucharte, ni para oír su voz, su llamado, ni siquiera para
pelear. Lo vas a llamar y no te contesta. Te toca hablar sola, con sus fotos,
con sus escritos, con sus recuerdos, y ojalá sean muchos, porque el silencio es
abrumador. Ese duelo duele mucho, es una herida que sangra, que a veces crees
que ya está cerrando y de repente se vuelve a abrir.
El segundo
duelo es el de la vida que llevabas y que ya tampoco vas a tener. Tu
rutina, tu vida ordenada y segura con él, ya no es, ya no existe, la perdiste,
se acabó. El desayuno, el almuerzo, la comida, disfrutar haciendo mercado, el
café, el libro que comentamos, las noticias, las películas, el fútbol, el
equipo de tus amores, los programas de televisión, aquellos que grababas y que tanto
te gustaban, los domicilios a los que llamábamos, la comida del domingo, las
cosas simples de la vida, la política, siempre la política. Ya no hay a quién
despertar, no hay a quién darle las buenas noches, no hay con quién compartir
el café de la mañana, no hay para quién preparar una buena comida y la soledad
de la mesa del comedor aterra. La silla vacía, el espacio en la cama, el brazo
que alargas y no encuentras nada, no hay a quién comprarle detalles cuando
sales sola, ni regalos cuando viajas cuya búsqueda era parte del deleite del
viaje. No sabes qué hacer con tu tiempo, te sobra, te molesta, te espanta, y
estás paralizada, no haces lo que te toca para sobrevivir.
Perdiste
también, como dice Diana Uribe, el “departamento de la desconfianza” que cubría
tu ingenuidad, y en ocasiones también el “financiero” que ponía orden a tu
dinero. Y así no lo creas necesario, tienes que aprender a suplir estos roles
que necesitarás para subsistir.
De pronto
te das cuenta de que el tiempo ha pasado y muchas de sus cosas siguen en el
mismo lugar, pero también te arrepientes porque saliste de muchas otras que hoy
quisieras conservar, oler, acariciar. Todo es confusión, todas son dudas.
Crear una
rutina y una vida nueva, no es fácil, toma tiempo y más si ya estamos viejos.
Cuando estábamos con ellos creíamos, que en su ausencia haríamos muchas cosas
que nos gustaban y a ellos no, y no es verdad. Desde luego se hacen esas cosas
y se disfrutan y reímos y gozamos. Pero descubrimos también que hubiéramos
preferido continuar con la vida que teníamos, la que compartíamos, porque era
la que nos gustaba, la que amábamos, la que nos daba seguridad, y hasta de
pronto un aire de superioridad ante muchos otros.
Y el
tercero es el duelo de la intimidad perdida. Y no me refiero a la
intimidad sexual, física. No, me refiero a esa complicidad de pareja. A esa
persona que te mira y sabe lo que piensas, que te adivina, que te presiente.
Que conoce tus gestos de rabia, de dicha, de dolor, de mentira, porque sí, sabe
cuando mientes con solo mirar tus manos, el movimiento de tus piernas, la forma
de caminar. Frente a la cual no tienes que explicarte, delante de quién dices
los que piensas, y solo te atreves a decirlo o a comentarlo con él. Tu opinión
sobre ciertas personas, sobre ciertos hechos o sobre ciertas ideas que solo compartes
con ese ser que te comprende o que te confronta, y quieres que lo haga, pero
ante el cual te sientes libre. Y en este duelo va implícito el de esa
versión tuya que también pierdes, en esa que te dabas el lujo de ser sabia,
insolente, atrevida, tímida, ingenua, furiosa o amorosa según el día y las
circunstancias, pero en la que te mostrabas totalmente auténtica. Esa intimidad
y esa versión tuya también se pierden y necesitamos hacerles el duelo.
Y que
nadie nos diga entonces que este duelo es fácil, que ya pasará, que hagamos
esto o lo otro, porque no es así, no hay fórmula. No pasa, se transforma, y
cada cuál lo vive como quiera, como su alma y su corazón se lo digan. A algunas
las vence la pena y les es insoportable la vida sin esa persona; duran días,
semanas, meses, incluso años sin levantarse. Otras ríen, viajan, siguen
disfrutando aparentemente la vida, pero hay un profundo hueco en su estómago o
en su corazón que de vez en cuando se rebela y las confronta con estas pérdidas.
Otras simplemente continúan la vida con su tristeza a cuestas, sin disimulo y
con evocaciones permanentes a ese ser amado, y otras se dedican a buscar
compañía que mitigue un poco la soledad que se siente. Las más fuertes
reconstruyen su vida, enfrentando cada duelo con valor y le encuentran un nuevo
sentido a la vida. Yo quisiera ser de estas, pero hasta ahora he sido cada una
de las otras según el momento y las circunstancias.
Sé que es
un proceso, lento en mi caso, y puede ser valioso y ayudar a otros si mi mente
logra convencer a mi corazón que mi vida sigue teniendo sentido y que todavía
me pide muchas cosas y yo aún estoy en capacidad de servir. Todavía hay
personas a las que puedo proteger, acompañar, apoyar. Ellos me necesitan y yo
los necesito a ellos.
Encontrar
esa nueva versión nuestra, construir una nueva vida es angustiante pero retador
y cuando la pasas bien un día y puedes traer a tu mente o a tu corazón
recuerdos sin tristeza y quizá hasta con alegría, renace en la esperanza. Y no
dudo que cada una de nosotras, si eso es lo que queremos, encontrará esa nueva
versión y ese camino que le seguirá dando razón de ser a nuestra existencia y
sentido a nuestra vida. Yo espero encontrar el mío.