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La esperanza de un milagro
Laura Soto |
Me encontraba sentado en el consultorio,
estaba muy nervioso, aunque debo admitir
que en el fondo tenía la leve esperanza de que todo mejorará; sin
embargo, eso no fue lo que dijo el doctor. Ya estaba acostumbrándome a que cada
mes el médico me dijera lo mismo, aunque no era eso lo que más me entristecía,
ver a mis padres sufrir por mi culpa me ponía muy nostálgico, porque aun cuando
todos evitábamos hablar de eso ya sabíamos cómo iba a terminar todo.
Para ese entonces tenía 9 años y ya he vivido
con este tumor en mi cerebro por otros dos. Mi mamá siempre decía –Martín vamos
a salir de esto-; yo ya le estaba empezando a creer y las esperanzas en toda mi
familia iban aumentando. A pesar de que todo marchaba tan bien deseaba ser un
niño normal, poder salir al patio a jugar fútbol o básquetbol, ver los
pajaritos de diferentes colores cantar, y ser libres sin tener que preocuparse
de nada. A veces me preguntaba cómo un niño no podía ser feliz teniéndolo todo
o por lo menos teniendo salud.
La mayoría de días permanecía en mi casa jugando solo, pues a mi hermano
José no le gustaba pasar tiempo conmigo y mis padres trabajaban todo el día.
Con el tiempo mi familia decidió que era mejor que dejara el colegio, porque a
pesar de que no me gustaba admitirlo mi condición era diferente a la de los
demás compañeros, necesitaba un cuidado especial. En ocasiones mis padres me
hacían sentir como una tacita de porcelana, puesto que, no me dejaban hacer
muchas cosas porque me podía hacer daño. Empezaba a pensar que eso era lo que
más le disgustaba a mi hermano, nuestros padres estaban tan enfocados en tratar
de cuidarme, que a veces olvidaban la existencia de José. Digo, trataban, porque
la verdad era que se necesitaba un milagro para que yo me curara.
Al llegar la noche, mi madre me daba los
medicamentos. Esta era la peor parte del día, pero a mi mamá le tranquilizaba
ver que los estaba tomando, a pesar de que estos no estuvieran ayudándome
mucho. Estas medicinas eran como un pasaje de fantasía muy poco duradero,
generaban alivio y esperanza pero la realidad era otra.
Mi mamá estaba nerviosa pues en unas horas
tenía control con el doctor. Al llegar al consultorio sentí como si entrara a
una película de suspenso repetida, pero esta vez el final fue diferente. El
médico dijo que los medicamentos no estaban funcionando, pero, eso no era una
sorpresa; estoy seguro de que mi madre sabía que esto no iba a terminar bien a
pesar de que aparentaba que el milagro que necesitábamos si existía. En el
fondo yo sabía que toda mi familia la estaba pasando mal por mi culpa, eso me
generaba un frío que hacía estremecer todo mi cuerpo.
Después de cada visita al doctor mi madre se
quedaba hablando con él mientras yo me distraía viendo revistas en la sala de
espera. Estas revistas me hacían sentir un poco triste, por cuanto, en ellas
veía gente feliz viajando por todo el mundo, yendo a fiestas. Pensar en esas
caras sonrientes me ponía bastante sentimental.
Esta vez cuando mi madre salió de la consulta
se veía muy diferente. Esa sonrisa forzada que la acompañaba cuando estábamos
juntos había desaparecido, sus ojos se veían hinchados y llorosos. Al ver su
cara entendí lo que estaba pasando y por lo visto era peor de lo que yo
esperaba. Durante el recorrido a casa no hubo ni una palabra, solo lágrimas con
las que también poco a poco, se escurría lentamente la esperanza de un milagro.
Al llegar a casa me encerré en mi cuarto y me
sentí como un ratón atrapado en una trampa, solo que sin el queso que había
atraído al animal hasta ella. Sentía que estaba atrapado en un cuerpo enfermo
del que nunca podría salir y que este acabaría conmigo.
Cuando salí de mi cuarto vi a mi padre y
hermano junto a mi madre llorando cada uno a su modo. Mi padre tenía los ojos
tan hinchados que parecía recién salido de una pelea y mi hermano permanecía en silencio, con sus
ojos levemente aguados.
Al día siguiente decidí acercarme a mi hermano
y pedirle perdón por el daño que le había causado. Después de un largo rato
hablando y jugando con él sentí un alivio pasajero, puesto que, lograr
acercarme a José me ponía feliz aunque ambos sabíamos que eso iba a acabar
pronto.
Ojalá hubiera tenido más tiempo para estar con
mi familia, pero esa noche antes de dormir sentí la necesidad de despedirme de
todos como nunca antes lo había hecho. Les di a cada uno un abrazo que a su vez
era una forma de agradecerles todo lo que habían hecho y sacrificado por mi.
Por fin sentía que era feliz pero debo admitir que fue muy duro despedirme esa
noche de ellos.
Cuando llegó la hora de dormir me acosté en mi
cama sintiéndome feliz y afortunado de la familia que me había tocado y
esperaba que ellos pudieran ser felices y continuarán sus vidas de la mejor
forma, a pesar de que yo no fuera a estar involucrado en ellas. Siempre había
pensado en este momento y la verdad me asustaba mucho la idea de que mi familia
se destruyera después de esto. Me costó mucho trabajo saber que era mejor para
ellos: que me alejara para que no les doliera tanto lo inevitable, o estar con
ellos los últimos instantes de mi corta estancia en la tierra. Durante toda mi
vida pensé que era mejor la primera opción pero en esos últimos días me dí
cuenta que la segunda era mucho mejor. Lástima que me dí cuenta de eso muy
tarde.
Cuando por fin me dormí, al pasar de unas
horas de un profundo sueño empecé a sentir como cada parte de mi cuerpo no me
pertenecía, cada segundo; sin embargo, sentía paz pero esta vez era diferente,
no era como la que sentía al ver los pájaros por la ventana. Me sentía libre,
sin preocupaciones ni dolores. Me sentía como en un sueño del que nunca iba a
despertar.
Laura Soto
Colegio San Bonifacio de las Lanzas
Ibagué, 2020