13 de julio de 2020

La esperanza de un milagro

Leí este cuento, escrito por mi sobrina Laura Soto (15 años) y me pareció una conmovedora historia y muy bien escrita. Por eso quise compartirlo con ustedes en este blog.
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La esperanza de un milagro          


Laura Soto

            
Me encontraba sentado en el consultorio, estaba muy nervioso, aunque debo admitir  que en el fondo tenía la leve esperanza de que todo mejorará; sin embargo, eso no fue lo que dijo el doctor. Ya estaba acostumbrándome a que cada mes el médico me dijera lo mismo, aunque no era eso lo que más me entristecía, ver a mis padres sufrir por mi culpa me ponía muy nostálgico, porque aun cuando todos evitábamos hablar de eso ya sabíamos cómo iba a terminar todo.

Para ese entonces tenía 9 años y ya he vivido con este tumor en mi cerebro por otros dos. Mi mamá siempre decía –Martín vamos a salir de esto-; yo ya le estaba empezando a creer y las esperanzas en toda mi familia iban aumentando. A pesar de que todo marchaba tan bien deseaba ser un niño normal, poder salir al patio a jugar fútbol o básquetbol, ver los pajaritos de diferentes colores cantar, y ser libres sin tener que preocuparse de nada. A veces me preguntaba cómo un niño no podía ser feliz teniéndolo todo o por lo menos teniendo salud.

La mayoría de días permanecía en mi casa jugando solo, pues a mi hermano José no le gustaba pasar tiempo conmigo y mis padres trabajaban todo el día. Con el tiempo mi familia decidió que era mejor que dejara el colegio, porque a pesar de que no me gustaba admitirlo mi condición era diferente a la de los demás compañeros, necesitaba un cuidado especial. En ocasiones mis padres me hacían sentir como una tacita de porcelana, puesto que, no me dejaban hacer muchas cosas porque me podía hacer daño. Empezaba a pensar que eso era lo que más le disgustaba a mi hermano, nuestros padres estaban tan enfocados en tratar de cuidarme, que a veces olvidaban la existencia de José. Digo, trataban, porque la verdad era que se necesitaba un milagro para que yo me curara.

Al llegar la noche, mi madre me daba los medicamentos. Esta era la peor parte del día, pero a mi mamá le tranquilizaba ver que los estaba tomando, a pesar de que estos no estuvieran ayudándome mucho. Estas medicinas eran como un pasaje de fantasía muy poco duradero, generaban alivio y esperanza pero la realidad era otra.

Mi mamá estaba nerviosa pues en unas horas tenía control con el doctor. Al llegar al consultorio sentí como si entrara a una película de suspenso repetida, pero esta vez el final fue diferente. El médico dijo que los medicamentos no estaban funcionando, pero, eso no era una sorpresa; estoy seguro de que mi madre sabía que esto no iba a terminar bien a pesar de que aparentaba que el milagro que necesitábamos si existía. En el fondo yo sabía que toda mi familia la estaba pasando mal por mi culpa, eso me generaba un frío que hacía estremecer todo mi cuerpo.

Después de cada visita al doctor mi madre se quedaba hablando con él mientras yo me distraía viendo revistas en la sala de espera. Estas revistas me hacían sentir un poco triste, por cuanto, en ellas veía gente feliz viajando por todo el mundo, yendo a fiestas. Pensar en esas caras sonrientes me ponía bastante sentimental.

Esta vez cuando mi madre salió de la consulta se veía muy diferente. Esa sonrisa forzada que la acompañaba cuando estábamos juntos había desaparecido, sus ojos se veían hinchados y llorosos. Al ver su cara entendí lo que estaba pasando y por lo visto era peor de lo que yo esperaba. Durante el recorrido a casa no hubo ni una palabra, solo lágrimas con las que también poco a poco, se escurría lentamente la esperanza de un milagro.

Al llegar a casa me encerré en mi cuarto y me sentí como un ratón atrapado en una trampa, solo que sin el queso que había atraído al animal hasta ella. Sentía que estaba atrapado en un cuerpo enfermo del que nunca podría salir y que este acabaría conmigo.

Cuando salí de mi cuarto vi a mi padre y hermano junto a mi madre llorando cada uno a su modo. Mi padre tenía los ojos tan hinchados que parecía recién salido de una pelea y  mi hermano permanecía en silencio, con sus ojos levemente aguados.

Al día siguiente decidí acercarme a mi hermano y pedirle perdón por el daño que le había causado. Después de un largo rato hablando y jugando con él sentí un alivio pasajero, puesto que, lograr acercarme a José me ponía feliz aunque ambos sabíamos que eso iba a acabar pronto.

Ojalá hubiera tenido más tiempo para estar con mi familia, pero esa noche antes de dormir sentí la necesidad de despedirme de todos como nunca antes lo había hecho. Les di a cada uno un abrazo que a su vez era una forma de agradecerles todo lo que habían hecho y sacrificado por mi. Por fin sentía que era feliz pero debo admitir que fue muy duro despedirme esa noche de ellos.

Cuando llegó la hora de dormir me acosté en mi cama sintiéndome feliz y afortunado de la familia que me había tocado y esperaba que ellos pudieran ser felices y continuarán sus vidas de la mejor forma, a pesar de que yo no fuera a estar involucrado en ellas. Siempre había pensado en este momento y la verdad me asustaba mucho la idea de que mi familia se destruyera después de esto. Me costó mucho trabajo saber que era mejor para ellos: que me alejara para que no les doliera tanto lo inevitable, o estar con ellos los últimos instantes de mi corta estancia en la tierra. Durante toda mi vida pensé que era mejor la primera opción pero en esos últimos días me dí cuenta que la segunda era mucho mejor. Lástima que me dí cuenta de eso muy tarde.

Cuando por fin me dormí, al pasar de unas horas de un profundo sueño empecé a sentir como cada parte de mi cuerpo no me pertenecía, cada segundo; sin embargo, sentía paz pero esta vez era diferente, no era como la que sentía al ver los pájaros por la ventana. Me sentía libre, sin preocupaciones ni dolores. Me sentía como en un sueño del que nunca iba a despertar.


Laura Soto


Colegio San Bonifacio de las Lanzas

Ibagué, 2020