Por Margarita Obregón
Siempre tuve un infinito miedo a la muerte, a la propia,
pero en especial a la de mis seres queridos. Y siempre eludí hablar del tema
porque era tal el pánico que me producía que era mejor dejar ese león dormido,
y decía yo, era mejor no atraer esas malas energías.
Cuando Germán enfermó el año pasado, y sin tener la
más remota idea de su gravedad, conocí por esos días una siquiatra geriatra a
quien le dije que pronto iría a su consulta porque definitivamente yo no estaba
preparada para la muerte de mis seres queridos, que aún veía lejos. No sabía yo
en ese momento que 20 días después estaría enfrentando la muerte de Germán, y
que me tocó procesarla sin preparación alguna.
En pandemia y como consecuencia de ella perdí a mis
tíos y aunque fue devastador, porque ellos hicieron parte fundamental de mi
vida, siempre presentes en los mejores y en los peores momentos de ella, y por
las condiciones del COVID que no nos permitió despedirnos y ni siquiera darnos
un abrazo de consuelo, lo llevé con relativa calma y resignación. Imagino que
trataba de ser un ejemplo de fortaleza para mis papás y mi tía Paz que quedó
absolutamente sola -perdió su marido, sus 2 hermanas, su empleada de toda la
vida y hasta Pirulo su perro- y porque pensé que, dadas las circunstancias y la
multitud de historias tan desgarradoras, definitivamente había sido mejor así
porque su sufrimiento fue poco, vivieron su vida de manera plena y estuvieron
siempre rodeados de amor, respeto y admiración.
Y como si no fuera suficiente con la muerte de mi
marido, me tocó también, en este bendito año bisiesto que acaba de pasar,
afrontar la muerte de mi papá, que a pesar de haber cumplido 100 años, no deja
de ser doloroso, e inesperado, y muy triste por lo definitivo de su ausencia
física.
Así pues, este año me tocó despedirme de los 2 hombres
de mi vida y convivir todos estos meses con los 2 duelos que agobian,
entristecen, abruman, y al mismo tiempo fortalecen el carácter y el espíritu.
Hablé sobre la muerte todo el 2024 con mi familia y con las personas más cercanas, porque como Germán optó por muerte digna, nos enseñó
muchísimo con su decisión, para llegar a verla y tratarla como parte de la vida
misma y como un proceso natural de nuestra existencia. Por eso, tal vez, el fallecimiento de mi
papá me tomó más serena para asumirlo.
La razón me ha llevado a seguir adelante con mi vida a
pesar de que en mi corazón abundan los sentimientos de soledad y abandono, y del
dolor y la tristeza que pueden producir la viudez y la orfandad. Solo estoy
aprendiendo a vivir sin su presencia física y a relacionarme con ellos de una
manera distinta. Y por eso escribo esto, para honrar su memoria reconociendo el
legado que me dejaron, que me ha llevado de la mano en estos meses para transitar
por este camino, y estoy segura, así será el resto de mi existencia.
Sobre mi papá debo decir que, si hay algo de bondad en
mí, sin duda se lo debo a él. Yo no he conocido un ser más bueno. Y no es el
lugar común del padre muerto. De verdad yo nunca oí a mi papá pelear con mi
mamá, ni con nadie, nunca una furia por algo que lo mortificara y pues ni
siquiera un “madrazo” en esos momentos. Me regañó una sola vez en su vida, con
razón, y creo que, a algunas de mis hermanas, jamás. Todo le parecía bien,
jamás renegó de nada, era el mejor enfermo del mundo, no se quejaba, todo lo
soportaba y nos enseñó con su ejemplo -nunca cantaleta- que a todos los seres
humanos, sin distingo de clase o condición, debíamos tratarlos con dignidad y respeto.
No le gustaba oír que habláramos mal de la gente y por el contrario, los
justificaba. Política y humanamente era muy liberal y así nos educó. De un buen humor e inteligencia maravillosos, una capacidad inigualable para lidiar con las matemáticas, a todo le sacaba chiste, y cuando se tomaba sus tragos era
aún más divertido. Desde los once años quedó huérfano de padre y madre y a los
13 años empezó a trabajar para sacar adelante a su hermano y a sus primos,
también huérfanos. Formó con mi mamá un hermoso hogar y gracias a ellos hemos
sido una familia feliz a la que no nos ha faltado nada, y por el contrario
hemos sido millonarios en amor y afecto.
De otro lado, Germán llegó para revolucionar mi vida.
Desde el análisis y la reflexión y a través de la filosofía, la literatura y la
política, le dio contenido a todo eso que yo traía en mi corazón. Aprendí más
de él y de sus contertulios que en todos los años de colegio y universidad, y
eso que yo era una alumna aplicada. Me abrió un mundo fascinante, en el que
coincidimos en infinidad de puntos de vista. De la admiración nació el amor. Fueron
37 años de conversaciones seguidas, intercambios de opiniones, discusiones, y
al final casi que nos adivinábamos lo que pensaba o iba a decir el otro, no solo en cuestiones intelectuales, sino en las cosas simples de la vida,
comidas, fútbol o algún chisme de farándula. También me enseñó, ese si con
cantaleta, la disciplina, el orden, la austeridad, a disfrutar la comodidad,
pero a desprenderme de las cosas materiales, a sacarle el mejor provecho a la
rutina, a no quejarme de cosas que no valían la pena, pero a reclamar y protestar por mis derechos y por las injusticias, a ser valiente ante las adversidades,
porque a otros siempre les va peor, y a tener carácter para decir lo que
pienso. Odiaba la debilidad. Si hoy llevo estas ausencias con valor, claro que
se lo debo a mis papás que también me lo inculcaron con el ejemplo, pero fundamentalmente a
Germán.
Podría seguir llenando cuartillas con el legado que me
han dejado los dos hombres de mi vida, y que explican parte de lo que soy.
Además, mi papá me dejó una maravillosa familia donde su espíritu está más vivo
que nunca y Germán me dejó su huella en mi corazón y en mi cabeza y toda su
obra que me acompañan de manera permanente.
Bogotá, enero 20 de 2025