Por estos
días es frecuente oír que el problema en Colombia no son los grupos armados si
no la corrupción, y no les falta razón a quienes lo dicen. Si bien las voces de
protesta por este flagelo son miles (hasta los mismos corruptos protestan), las
medidas para combatirlas no son eficaces y cada día el fenómeno corroe más nuestra
sociedad.
Y esto
sucede porque al igual que la violencia o las drogas ilícitas, se combaten
sobre todo con medidas represivas. No se estudian los problemas, no se atacan
las causas, si no que ingenuamente creemos que reformando las leyes de
contratación, creando más inhabilidades, más trámites,
engrosando las plantas de personal de las “ías”, aumentando las penas y construyendo
más cárceles, lo vamos a solucionar.
Y está probado que estas medidas
represivas más que acabar con la corrupción afectan de manera negativa al
ciudadano común y por el contrario los corruptos hacen fiestas porque cada
trámite se convierte en un peaje a su favor y a cada norma, ellos sí, le
encuentran su atajo.
Para acabar
con la corrupción en una sociedad, se requiere que los Estados no solo repriman
si no que erradiquen sus causas y para ello se requiere el compromiso de todos
los actores de la sociedad empezando por las empresas y las familias, sus células
básicas.
En las
empresas, es común encontrar hoy programas de Ética y Cumplimiento cuyo
objetivo es el cumplimiento legal y desarrollar una cultura fundamentada en la integridad. Su
enfoque está en contar con sistemas que controlen los riesgos de fraude y
corrupción de manera prioritaria y promover una cultura basada en valores más
exigentes que los que establece la ley, sin dejar de lado la detección y el
castigo a los infractores.
Se puede decir
sin duda que en la actualidad existen buenos de sistemas de control para las empresas, las
firmas de auditoría son expertas en su implementación y sus beneficios son
palpables pues los grandes casos de corrupción en el mundo han sido detectados
gracias a que estos sistemas evidenciaron fallas y dieron pistas para las investigaciones
que culminaron enviando a prisión a los culpables. Los controles son
fundamentales para administrar empresas y esenciales para persuadir al
corrupto. Pero el problema no es ese, muchos ya han hecho la tarea y los que
no, pueden hacerlo cuando quieran.
El gran
reto para las empresas y para la sociedad es la cultura. Para
aquellas se trata no solo de unificar prácticas y valores a través de Códigos
de Ética o de Conducta que identifiquen a los miembros de su organización si no
que sus líderes sean los primeros en vivir esos valores.
Porque ¿qué
gana una empresa con prohibir a sus empleados el recibo de regalos provenientes de
proveedores, contratistas o clientes, si sus líderes llevan una activa vida
social recibiendo y exigiendo atenciones y agasajos en medio de decisiones de
negocios vitales para la compañía y que interesan al oferente?
¿Qué ganan
las empresas con conmovedores discursos acerca del respeto si sus líderes
humillan a sus subalternos, no consideran su tiempo libre, usan palabras
despectivas hacia ellos o simplemente los ignoran hasta en el saludo?
O ¿qué se
ganan hablando de humildad en los “modelos de cultura” cuando en las mesas de
los Consejos Directivos solo se ven y hablan de Montblanc, ropa de marca, viajes
en primera clase y carros de alta gama?
Y ni que
hablar del Estado, donde los congresistas son adalides de la moral y de las buenas
costumbres cuando salen por TV, pero muchos acuden a las empresas públicas y
privadas con sus recomendados por puestos de trabajo, o contratos bajo la
amenaza de un debate en el Congreso. Sí, horror de horrores.
Esta doble
moral solo genera más corrupción.
Este
flagelo solo se acabará cuando, en las empresas y en la sociedad, valoremos a
los seres humanos por lo que tienen en la cabeza y en el corazón y no en sus
bolsillos; cuando no esté de moda tener camionetas 4X4 si no andar a pie o en
un buen transporte público; cuando prefiramos ir a las librerías y a los museos
que a los centros comerciales; cuando no soñemos con ganarnos la Baloto para
vivir en un vecindario “in” si no cuando trabajemos por el nuestro y lo
disfrutemos cualquiera que sea; cuando nos emocione más el humanismo que el
consumismo. Acabaremos con la corrupción cuando la presión social y el
desprecio por ese modus vivendi arribista
sea tal que aísle y avergüence al que se volvió corrupto para tenerlo todo y
más.
Este cambio
si es posible, pero llevará su tiempo y no lo emprenderán los políticos del
corto plazo. Requiere de acciones individuales y colectivas en las que cada uno
de nosotros tiene su tarea.
No reneguemos
más, no nos señalemos más los unos a los otros, no saquemos más disculpas y
empecemos desde ya la lucha contra la corrupción.
Margarita Obregón
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