10 de septiembre de 2025

Ser viuda

 

Por Margarita Obregón

Ser viuda no es fácil. Si tienes hijos, es durísimo porque te toca disimular delante de ellos tu dolor para que sufran lo menos posible por la ausencia del padre. Si fue un buen papá para que no sientan su ausencia, y si no fue tan bueno, debes estar ahí para ellos porque les será muy difícil cerrar ese ciclo y poder comprender muchas cosas que se quedaron enquistadas en sus corazones.

En mi caso, sin hijos, sin un motivo aparente para seguir adelante, es devastador. Por más que creamos que fue lo mejor que pudo pasar para evitar sufrimiento y deterioro en nuestra pareja, y racionalmente lo podamos entender, emocionalmente, es muy complejo.

En todo lo que he leído sobre duelos algunas hablan de que se viven 3 duelos en esta circunstancia y doy fe de que así es:

El de la ausencia física. Ese ser que tú amas, que es parte de tu paisaje diario, que abrazas, que le das el beso de los buenos días, aquel cuyo pecho es tu refugio para llorar tus penas o tus alegrías o tus angustias, ya no está, y es definitivo. Nunca más lo volverás a ver, ni a tocar, ni a sentir, ni para consolarte ni para que lo consueles, ni para escucharte, ni para oír su voz, su llamado, ni siquiera para pelear. Lo vas a llamar y no te contesta. Te toca hablar sola, con sus fotos, con sus escritos, con sus recuerdos, y ojalá sean muchos, porque el silencio es abrumador. Ese duelo duele mucho, es una herida que sangra, que a veces crees que ya está cerrando y de repente se vuelve a abrir.

El segundo duelo es el de la vida que llevabas y que ya tampoco vas a tener. Tu rutina, tu vida ordenada y segura con él, ya no es, ya no existe, la perdiste, se acabó. El desayuno, el almuerzo, la comida, disfrutar haciendo mercado, el café, el libro que comentamos, las noticias, las películas, el fútbol, el equipo de tus amores, los programas de televisión, aquellos que grababas y que tanto te gustaban, los domicilios a los que llamábamos, la comida del domingo, las cosas simples de la vida, la política, siempre la política. Ya no hay a quién despertar, no hay a quién darle las buenas noches, no hay con quién compartir el café de la mañana, no hay para quién preparar una buena comida y la soledad de la mesa del comedor aterra. La silla vacía, el espacio en la cama, el brazo que alargas y no encuentras nada, no hay a quién comprarle detalles cuando sales sola, ni regalos cuando viajas cuya búsqueda era parte del deleite del viaje. No sabes qué hacer con tu tiempo, te sobra, te molesta, te espanta, y estás paralizada, no haces lo que te toca para sobrevivir.

Perdiste también, como dice Diana Uribe, el “departamento de la desconfianza” que cubría tu ingenuidad, y en ocasiones también el “financiero” que ponía orden a tu dinero. Y así no lo creas necesario, tienes que aprender a suplir estos roles que necesitarás para subsistir.

De pronto te das cuenta de que el tiempo ha pasado y muchas de sus cosas siguen en el mismo lugar, pero también te arrepientes porque saliste de muchas otras que hoy quisieras conservar, oler, acariciar. Todo es confusión, todas son dudas.

Crear una rutina y una vida nueva, no es fácil, toma tiempo y más si ya estamos viejos. Cuando estábamos con ellos creíamos, que en su ausencia haríamos muchas cosas que nos gustaban y a ellos no, y no es verdad. Desde luego se hacen esas cosas y se disfrutan y reímos y gozamos. Pero descubrimos también que hubiéramos preferido continuar con la vida que teníamos, la que compartíamos, porque era la que nos gustaba, la que amábamos, la que nos daba seguridad, y hasta de pronto un aire de superioridad ante muchos otros.        

Y el tercero es el duelo de la intimidad perdida. Y no me refiero a la intimidad sexual, física. No, me refiero a esa complicidad de pareja. A esa persona que te mira y sabe lo que piensas, que te adivina, que te presiente. Que conoce tus gestos de rabia, de dicha, de dolor, de mentira, porque sí, sabe cuando mientes con solo mirar tus manos, el movimiento de tus piernas, la forma de caminar. Frente a la cual no tienes que explicarte, delante de quién dices los que piensas, y solo te atreves a decirlo o a comentarlo con él. Tu opinión sobre ciertas personas, sobre ciertos hechos o sobre ciertas ideas que solo compartes con ese ser que te comprende o que te confronta, y quieres que lo haga, pero ante el cual te sientes libre. Y en este duelo va implícito el de esa versión tuya que también pierdes, en esa que te dabas el lujo de ser sabia, insolente, atrevida, tímida, ingenua, furiosa o amorosa según el día y las circunstancias, pero en la que te mostrabas totalmente auténtica. Esa intimidad y esa versión tuya también se pierden y necesitamos hacerles el duelo.

Y que nadie nos diga entonces que este duelo es fácil, que ya pasará, que hagamos esto o lo otro, porque no es así, no hay fórmula. No pasa, se transforma, y cada cuál lo vive como quiera, como su alma y su corazón se lo digan. A algunas las vence la pena y les es insoportable la vida sin esa persona; duran días, semanas, meses, incluso años sin levantarse. Otras ríen, viajan, siguen disfrutando aparentemente la vida, pero hay un profundo hueco en su estómago o en su corazón que de vez en cuando se rebela y las confronta con estas pérdidas. Otras simplemente continúan la vida con su tristeza a cuestas, sin disimulo y con evocaciones permanentes a ese ser amado, y otras se dedican a buscar compañía que mitigue un poco la soledad que se siente. Las más fuertes reconstruyen su vida, enfrentando cada duelo con valor y le encuentran un nuevo sentido a la vida. Yo quisiera ser de estas, pero hasta ahora he sido cada una de las otras según el momento y las circunstancias.

Sé que es un proceso, lento en mi caso, y puede ser valioso y ayudar a otros si mi mente logra convencer a mi corazón que mi vida sigue teniendo sentido y que todavía me pide muchas cosas y yo aún estoy en capacidad de servir. Todavía hay personas a las que puedo proteger, acompañar, apoyar. Ellos me necesitan y yo los necesito a ellos.

Encontrar esa nueva versión nuestra, construir una nueva vida es angustiante pero retador y cuando la pasas bien un día y puedes traer a tu mente o a tu corazón recuerdos sin tristeza y quizá hasta con alegría, renace en la esperanza. Y no dudo que cada una de nosotras, si eso es lo que queremos, encontrará esa nueva versión y ese camino que le seguirá dando razón de ser a nuestra existencia y sentido a nuestra vida. Yo espero encontrar el mío. 

 

27 de enero de 2025

Los dos hombres de mi vida

 

Por Margarita Obregón


Siempre tuve un infinito miedo a la muerte, a la propia, pero en especial a la de mis seres queridos. Y siempre eludí hablar del tema porque era tal el pánico que me producía que era mejor dejar ese león dormido, y decía yo, era mejor no atraer esas malas energías.

Cuando Germán enfermó el año pasado, y sin tener la más remota idea de su gravedad, conocí por esos días una siquiatra geriatra a quien le dije que pronto iría a su consulta porque definitivamente yo no estaba preparada para la muerte de mis seres queridos, que aún veía lejos. No sabía yo en ese momento que 20 días después estaría enfrentando la muerte de Germán, y que me tocó procesarla sin preparación alguna.

En pandemia y como consecuencia de ella perdí a mis tíos y aunque fue devastador, porque ellos hicieron parte fundamental de mi vida, siempre presentes en los mejores y en los peores momentos de ella, y por las condiciones del COVID que no nos permitió despedirnos y ni siquiera darnos un abrazo de consuelo, lo llevé con relativa calma y resignación. Imagino que trataba de ser un ejemplo de fortaleza para mis papás y mi tía Paz que quedó absolutamente sola -perdió su marido, sus 2 hermanas, su empleada de toda la vida y hasta Pirulo su perro- y porque pensé que, dadas las circunstancias y la multitud de historias tan desgarradoras, definitivamente había sido mejor así porque su sufrimiento fue poco, vivieron su vida de manera plena y estuvieron siempre rodeados de amor, respeto y admiración.

Y como si no fuera suficiente con la muerte de mi marido, me tocó también, en este bendito año bisiesto que acaba de pasar, afrontar la muerte de mi papá, que a pesar de haber cumplido 100 años, fue inesperada, y por tanto muy dolorosa y triste.

Así pues, este año me tocó despedirme de los 2 hombres de mi vida y convivir todos estos meses con los 2 duelos que agobian, entristecen, abruman, y al mismo tiempo fortalecen el carácter y el espíritu.

Hablé sobre la muerte todo el 2024 con mi familia y con las personas más cercanas, porque como Germán optó por muerte digna, nos enseñó muchísimo con su decisión, para llegar a verla y tratarla como parte de la vida misma y como un proceso natural de nuestra existencia.   Por eso, tal vez, el fallecimiento de mi papá me tomó más serena para asumirlo.

La razón me ha llevado a seguir adelante con mi vida a pesar de que en mi corazón abundan los sentimientos de soledad y abandono, y del dolor y la tristeza que pueden producir la viudez y la orfandad. Solo estoy aprendiendo a vivir sin su presencia física y a relacionarme con ellos de una manera distinta. Y por eso escribo esto, para honrar su memoria reconociendo el legado que me dejaron, que me ha llevado de la mano en estos meses para transitar por este camino, y estoy segura, así será el resto de mi existencia.

Sobre mi papá debo decir que, si hay algo de bondad en mí, sin duda se lo debo a él. Yo no he conocido un ser humano más bueno. Y no es el lugar común del padre muerto. De verdad yo nunca oí a mi papá pelear con mi mamá, ni con nadie, nunca una furia por algo que lo mortificara y pues ni siquiera un “madrazo” en esos momentos. Me regañó una sola vez en su vida, con razón, y creo que, a algunas de mis hermanas, jamás. Todo le parecía bien, jamás renegó de nada, era el mejor enfermo del mundo, no se quejaba, todo lo soportaba y nos enseñó con su ejemplo -nunca cantaleta- que a todos los seres humanos, sin distingo de clase o condición, debíamos tratarlos con dignidad y respeto. No le gustaba oír que habláramos mal de la gente y por el contrario, los justificaba. Política y humanamente era muy liberal y así nos educó. De un buen humor e inteligencia maravillosos, una capacidad inigualable para lidiar con las matemáticas, a todo le sacaba chiste, y cuando se tomaba sus tragos era aún más divertido. Me enseñó a escribir antes de entrar al colegio, y aún recuerdo los "5" que me ponía en las planas que me dejaba; gracias a ello entré derecho a "kinder adelantado" -así se llamaba- y me creía genio. Me enseñó la paciencia y la resignación, dos de mis armas preferidas para soportar los embates de la vida.  Desde los once años quedó huérfano de padre y madre y a los 13 años empezó a trabajar para sacar adelante a su hermano y a sus primos, también huérfanos. Formó con mi mamá un hermoso hogar y gracias a ellos hemos sido una familia feliz a la que no nos ha faltado nada, y por el contrario hemos sido millonarios en amor y afecto. Con él a mi lado, sin importar la edad que tuviera, siempre me sentí segura y feliz. En sus últimos años, siempre que lo veía me sentaba a su lado y tomaba su mano no sé si para consentirlo a él o para sentir ese refugio de paz que siempre fue para mí. Creo que mi corazón llegó a pensar que era eterno porque no pude siquiera presentir su muerte.  

De otro lado, Germán llegó para revolucionar mi vida. Desde el análisis y la reflexión y a través de la filosofía, la literatura y la política, le dio contenido a todo eso que yo traía en mi corazón. Aprendí más de él y de sus contertulios que en todos los años de colegio y universidad, y eso que yo era una alumna aplicada. Me abrió un mundo fascinante, en el que coincidimos en infinidad de puntos de vista. De la admiración nació el amor. Fueron 37 años de conversaciones seguidas, intercambios de opiniones, discusiones, y al final casi que nos adivinábamos lo que pensaba o iba a decir el otro, no solo en cuestiones intelectuales, sino en las cosas simples de la vida, comidas, fútbol o algún chisme de farándula. También me enseñó, ese si con cantaleta, la disciplina, el orden, la austeridad, a disfrutar la comodidad, pero a desprenderme de las cosas materiales, a sacarle el mejor provecho a la rutina, a no quejarme de cosas que no valían la pena, pero a reclamar y protestar por mis derechos y por las injusticias, a ser valiente ante las adversidades, porque a otros siempre les va peor, y a tener carácter para decir lo que pienso. Odiaba la debilidad. Si hoy llevo estas ausencias con valor, claro que se lo debo a mis papás que también me lo inculcaron con el ejemplo, pero fundamentalmente a Germán.

Podría seguir llenando cuartillas con el legado que me han dejado los dos hombres de mi vida, y que explican parte de lo que soy. Además, mi papá me dejó una maravillosa familia, que es hoy mi fuerza y mi refugio, donde su espíritu está más vivo que nunca, y Germán me dejó su huella en mi corazón y en mi cabeza y toda su obra que me acompañan de manera permanente.


Bogotá, enero 20 de 2025